Para encarar el fenómeno de los chalecos amarillos en Francia -que a partir de este punto llamaré por su nombre original en francés, Gilets Jaunes-, es fundamental tener en cuenta la ideología y la pasión, en ambos casos para dejarlos de lado. La pasión -o la simpatía- para intentar una mirada objetiva sobre un movimiento inédito en la política moderna, una auto convocación de personas que utiliza como vehículo de comunicación una red social y que llega a hacer temblar un gobierno. La ideología, porque el fenómeno gilets jaunes simplemente carece de ella, más concretamente, ha renunciado a tenerla.
A mediados de noviembre pasado, una convocatoria tímida realizada a través de facebook, y que apenas tuvo repercusión en los medios porque iban a cortar el boulevard Péripherique en Paris, y varias carreteras de Francia. El motivo era el alza de cerca de un euro en una tasa aplicada a los carburantes, una pequeñez. Se podía circunscribir el colectivo afectado al de los automovilistas.
Pero sucedio que la pequeñez fue la que rebalsó la paciencia de los nadies franceses. Con dieciocho meses en el gobierno, Emmanuel Macron y su equipo, gente con modos empresariales, fueron aplicando una serie de medidas de ajuste de dudosa repercusión en la economía de la mayoría de la gente: supresión del impuesto a la fortuna y de las ayudas al alquiler, así como una congelación de beneficios de los funcionarios son las más remarcables.
También una reforma de la empresa ferroviaria, la SNCF, que cuenta con uno de los gremios más batalladores y fuertes del país, que tuvo como respuesta una huelga de tres meses, al final de la cual nada cambió. El presidente fortalecía su figura, y la adornaba con apariciones diversas, camaleónicas, de las que tanto disfruta, ya abrazado a un rapero, ya dando el pésame a familiares de víctimas de un atentado, ya felicitando a las fuerzas del orden, aquí denominados con el eufemismo Guardianes de la paz. En cada ocasión, una cara, un tono, un discurso. Un Zelig moderno ocupaba la jefatura del Estado de uno de los motores del Europa. Siempre airoso.
Por eso no se esperaba que un aumento nimio en una tasa olvidada le trajera la revuelta que le trajo.
El Acto Uno de los gilets jaunes tuvo un discreto éxito, se marchó por el Périf, de hicieron “operaciones caracol” en rotondas del país, se establecieron acampadas. Nada que desvelara al emperador.
Pero el euro de diferencia en una tasa fue el que sobrepasó el limite de la paciencia de los franceses silenciosos. Alguna cuerda diferente sonó, y despertó a fuego lento la rabia de los nades, los que se suben a los trenes de la madrugada cada día del año, solo para entrar en el juego de la posibilidad de llegar a fin de mes sin pasar más de dos o tres días de matemáticas. Y para que sonara y se escuchara fue imprescindible el silencio sólido de palacio.
El acto uno fue un jueves, y solo tuvo lugar en los medios porque iba apertura la circulación. El Acto Dos entró en Paris, los sueldos mínimos ocuparon las avenidas de los privilegiados, y se dieron a conocer. Sin nombres, sin portavoces, sin siglas. Con el único símbolo común de los chalecos amarillos, esos que nos ponemos para cambiar la rueda de un coche, cuando ya no se puede seguir adelante.
En este caso la rueda era Macron, Emmanuel, presidente de la Republica. El primer grito, que perduró en los siguientes Actos, fue Macron Dimisión, como un deseo general. Pero lo que pedían era respeto, un valor que se perdió en este inicio de quinquenio. Después, los pedidos tomaron forma: reinstalación del Impuesto a la Fortuna, incremento del salario mínimo, promover los contratos fijos, suba de las pensiones, vuelta a las ayudas al alquiler. Y aclaraban, a quien los escuchaba, que no eran ni un partido político ni, mucho menos un sindicato.
No eran nada, y eso desorientaba de manera fenomenal a un gobierno que no sabía bien de donde le llegaban los golpes, a quién ofrecerle un puesto, a quién marear con palabras biensonantes. El presidente, ausente sin aviso, envío a su primer ministro Edouard Philippe a poner la cara, y hay que reconocer que lo hizo bien. Con la misma que había dicho un día antes que no iban a considerar las peticiones de los Gilets Jaunes, en la Asamblea escuchó improperios de todos los colores e insinuó que en realidad, si se iban a poner así, suspendía la aplicación por seis meses.
Pero lo que pedían era respeto, y tomaron, todos, sin caras, sin nombres, los anuncios como una tomadura de pelo. Porque los Giles Jaunes son gente de toda Francia, de todas las edades, pero particularmente mayores de cuarenta, y votantes de todos las opciones políticas. Hubo una reunión con Edouard Philippe, pero como no permitieron grabarla en video el hombre que fue a Matignon, sede del Primer Ministro, salió cinco minutos después de haber entrado, tarde, dejando plantado al gobierno. Y volvieron el sábado siguiente, Acto Tres, y en este caso apareció la violencia, iniciada por la actuación policial, que reprimió con gases, palos y agua lo que era una marcha, caminar. Ardió Paris, y la semana que siguió el silencio del Jefe fue atronador. Ajustaron las medidas, siempre con la actuación de Philippe en el papel de emisario. Y tampoco. La gente de las rotondas no se movían, aunque el invierno llegara anticipado. Eran nadie Era todo el mundo. Por ese entonces, el 82 por ciento de la sociedad francesa simpatizaba, apoyaba o se sentía un Gilet Jaune. Pero Macron seguía sin reaccionar.
Fue necesario el Acto Cuatro, otra vez en Champs Elysées y en sábado, otra vez reprimido, otra vez violento, para que se anunciara un mensaje al país, grabado por la tarde y emitido por la noche del lunes.
Amenazó a los violentos, se quitó de encima posibles responsabilidades de la situación y anuncio unas medidas de espuma que no convencieron a nadie, o al menos no a la mayoría, porque seguía siendo necesario lo mismo: exigir respeto.
El azar y el desquicio religioso hizo que esa misma semana un ridiculizado atacara el Marché de Noël de Strasbourg, y asesinara a varias personas, hoy todavía hay hospitalizados que luchan por sus vidas. Eso quitó buena parte dela atención sobre el fenómeno Giles Jaunes, y sirvió de excusa a la mayoría de los partidos, los mismos que aprovechaban la situación para pegarle a Macron, para hacer un llamado a la cordura, ya la suspensión de los Actos, por respeto a las víctimas. Sin éxito, porque se convocó a un Acto Cinco, en los mismos lugares, para el sábado siguiente.
Durante más de un mes, los franceses fueron capaces de organizarse por fuera del sistema, y no solo expresarse y pedir lo que nadie estaba dispuesto a darles, sino también de bajar del pedestal en el que se creía un presidente demasiado personalista, y ceder.
La ultima convocatoria tuvo éxito, aunque los números disminuyeron, un poco por cansancio, un poco porque para algunos las medidas de Macron ya les iban bien, otro poco porque el año se termina y la casa tira.
El verdadero éxito de los Giles Jaunes fue organizarse, movilizar a una buena parte de la sociedad francesa, conseguir cambios, todos eso prescindiendo del ego, del nombre a quien sobornar, a quien convencer, a quien amenazar con un puesto en la lista, con un carguito.
Tal vez sea tiempo de parar la pelota, de adoptar un estado de latencia y observar. El presidente sabe que la gente no es muda, ni idiota, y que este ahí. Tal vez sea hora de darle una nueva forma al movimiento, y dejar la calle, sin dejar la atención. A ver qué hacen. A ver si se atreven. Una convocatoria en unas semanas o unos meses devolvería a los Giles Jaunes a las calles y las carreteras con fuerzas renovadas y con convicciones intactas. Pidiendo del gobierno lo que nunca van a negociar: respeto.
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