cuentos

(algunos cuentos)

Amsterdam                   

La última defensa que puso en marcha fue el cuello del sobretodo, vuelto hacia arriba. El invierno en Amsterdam es paradigma de la inclemencia. Cruzó un puente breve sobre un canal oscuro, y caminó por una calle que brillaba por el agua caída. A las cuatro de la tarde suele haber más luz en la ciudad, pero la misma nube que había llegado tres días atrás oscurecía el cielo y dejaba una llovizna horizontal y perpetua. En los coffee-shop no encontraría el paraíso, pero sí la pipa de la paz y buena calefacción. Y café espeso, y un partido del Ajax, que pasaban en pantalla gigante. No lo distrajo. La sensación de soledad más descarnada venció al hash y al fútbol, incluso a la televisión. El mundo era en su cabeza un infinito hostil, sin un lugar al que volver, apenas un mapa y una cinta azulceleste y blanca en una habitación alquilada. Y la lluvia horizontal. Salió a la calle sin pagar, el murmullo de los grupos le aumentaban el agobio. La carga le hizo lento el paso. Se palpó los bolsillos y encontró una moneda de medio guilder, olvidada del 2001. Tampoco la zona roja lo salvaría esa tarde. Otra mano salió del bolsillo con la carta, tinta negra. Los ojos saltaron la lectura de corrido, buscaron las cuatro palabras que se le habían grabado en el interior de los párpados: no vuelvas, por favor. Dudaba si sería capaz de cumplir con lo que le pedía. Miró con fuerza, se alegró al ver que comenzaban a disolverse las palabras. La lluvia horizontal.

Diapasón

Quiso prescindir de la vista y levantó la mirada de las cuerdas para comprobar sin estorbo el grado de afinación. Giró en horizontal la cabeza y al otro lado de la sala estaba la mirada adolescente de Cecilia casi adulta, respondiendo matices a los ensayos de semitonos del afinador. No se descubrían aún, no se miraban las miradas sino los sonidos que, ajustados, formarían parte de todas las melodías por venir. Los habían encontrado en un punto de silencio común, porque ni una, inmóvil, de pie y maravillada, ni otro, inclinado sobre el piano y con los brazos ciegos en su interior, dejaban de mirarse. Ella respondía a los ensayos de él con gestos de la boca, a sus errores con medias sonrisas, hasta que su ojos cerrados un instante develaban el tono exacto, el triunfo de las manos. El recorría a conciencia cada cuerda, probaba los demasiado graves y agudos, y no la abandonaba hasta que su experiencia no le aseguraba haber alcanzado la perfección.

Fue en los aledaños de Sol que se encontraron. El dejó de buscar cada nota en el vacío para afinar en los ojos de Cecilia, que ya miraban la música posible. Los dedos por las cuerdas ya no se movían inocentemente, ni reaccionaban al resultado de la tensión, ni dialogaban con el oído, sino con los ojos. Ella ya no estaba al otro lado de la sala sino de la mirada, ya parte de él, ya futuro próximo, ya preludio.

La epidemia

Se esforzaron hasta el límite se su humanidad, que es largo límite. Dedicaron días y días con sus horas y horas a investigar el origen del mal, de hecho los que no han sido todavía afectados siguen haciéndolo, sin turnos, sin horarios. Lo que los mueve a esta altura de la desgracia es más la desesperanza no resignada que la desesperación. Pocos son en realidad los que guardan un brote mínimo de fe. Tal vez lo peor del caso sea que no hay un cabeza de turco, con todo respeto al admirable pueblo turco, que no estoy en conocimiento de por qué carga con este lugar común, quiero decir que no hay alguien a quien echarle la culpa. Hay, eso sí, quien habla del tantas veces anunciado fin del mundo, en razón de una serie de pecados cometidos. Las noticias acerca del origen son confusas, imprecisas y variadas. La versión más difundida (y por eso la más aceptada, aunque no la más verosímil, y mucho menos la verdadera) afirma que el primer caso de lo que hoy, tan extendida la enfermedad todos denominamos la sopa, se dio en las afueras de la ciudad, hace ahora tres meses. Un varón, de 57 años, ochenta y cinco kilos, un metro setenta, con antecedentes familiares de patologías hepáticas, desarrolló sin motivo aparente en principio, una disfunción, que en un principio se creyó ocular, pero que hoy es unánimemente considerada neurológica. Tal disfunción consistía ( y consiste, porque a cada día que pasa se extiende más y más, por los suburbios primero, y ahora por la ciudad) en la parcialización de la capacidad visual del afectado, seguida de la incapacidad de percibir los objetos tal y como están dispuestos ante nuestros ojos. El primero de los enfermos tuvo el primer síntoma justo antes de reclamar la mala factura del talón con el que cobraría un trabajo de electricidad realizado en un departamento de una señora jubilada. Aseguraba que su clienta se había descuidado de escribir la palabra mil en la cantidad, y de nada sirvió que la mujer le jurara y prejurara que lo había dejado preparado su hijo, que ella no entendía de cheques noi talones, pero el hombre argumentaba que las personas mayores, con todo el respeto que le merecían (que, tal y como se verá, no debía de ser mucho), se equivocaban siempre a su favor, y que no era la primera vez que le pasaba. Peor fue cuando, antes de entrar en el banco, quiso volver a comprobar la cifra, y no encontró delante sino letras sin orden ni concierto, zetas donde debía haber eles, eñes donde debía haber y griegas, y ceros en lugar de erres. El caos letrado se multiplicó sin número cuando levantó la mirada hacia los carteles de la calle. A partir de ese momento, los casos se sucedieron, aparentemente sin estar relacionados, en personas de diversas características y en puntos de la ciudad diferentes, algunos alejados entre sí. Los síntomas son los mismos, y nadie ha logrado develar la incógnita de las causas de la enfermedad. No se han establecido, como en anteriores ocasiones, grupos de riesgo. Todos estamos expuestos. Según han informado en las noticias de las cinco, los casos conocidos alcanzan al cincuenta y tres porciento de la población de la ciudad. Y cada vez es más veloz la propagación. Las autoridades sanitarias ya han cambiado el término epidemia por el de catá trofe. Si esto sigue este rumbo, si nadie es capaz de encontrar una explicación primero, y una solución después a este desastre, terminará por con ertirse en algo irreversible. La gente que no está afec ada ha optedo por huir, las autop stas están colapsadas, pero naides sabe hacia dónfe tiene que yr. Los transportes públicos no cemplen suf ioraois ni fus recolidos. Pero eb medio de la trajedia tau ina rspedanca. Las botivias de las feiz esaguren que huy iha sojufión. Wue bo bergamos la palme. Jo únito que fay qut fasel er aofiru syr iretngt seinforps t sidjrmps p ow Erbs. Q weo oityoclg.

 

tenemos todo el tiempo

Abrimos los ojos. La lámpara del techo no la reconocimos, aunque el color de las paredes nos resulta familiar. No, definitivamente no estamos en casa; ni los muebles, ni el vaso de agua, ni el frasquito ocre, ni esa bata…¡qué cursi, la bata! ¿Dónde me trajiste, Vicente? ¡Mirá que sos loco, eh! ¿Por dónde andás? Habrás ido al baño, seguro, y ya te veo que vas a venir listo para…si siempre estás listo para eso! ¡Sos uno…! Pero te quiero tanto… Es lindo estar así, verdad? Juntos, con ganas de salir a la calle y disfrutar del sol. Buenos Aires se pone lindo en octubre si puedo ir de tu brazo, Vicente ¿Sabés?, soñé que era muy viejita, muy viejita, y que no estabas más conmigo, no sé por qué razón, no me lo preguntes porque todo era tan confuso…, no como esta claridad de esperar que vengas hasta la cama a darme los buenos días. Pero para qué contarte, era un sueño triste. Ahora estoy bien, porque oigo tus pasos, Vicente, mi amor. No me retes, por favor no seas malo, mejor decí mi nombre, sí, sí, ya voy. ¿Vos también con bata? No me apurés, si tenemos todo el tiempo. Ya va, ya voy a desayunar, no te preocupes, mi amor. Y dejá de llamarme Doña Mercedes, por favor Vicente, que me hacés vieja.

el rey

Sentado sobre una roca, el viejo mira el mar. Se ha levantado viento, lleva un abrigo de piel de oveja sobre los hombros, que sólo a medias lo resguarda. Las hebras de aire que se cuelan poco lo distraen, sin embargo. El hombre viejo se rasca la barba, frondosa y cana; la curva de la espalda es de los años, o de la duda que lleva consigo desde el gran viaje. El rey viejo, mirando el mar, repasa una vez y otra aquello que una vez, atado de pies y manos al palo mayor de su barco, escuchó. Sobre la roca, su oído es la única memoria. No fue Calipso la causa de sus largos planes de emprender el anhelado regreso, el segundo regreso. Nunca supo, nunca encontró el valor. El viejo rey, sentado sobre una roca, parece una pregunta que el viento le hace al mar.

El eslabón

El papel está excesivamente marcado en sus dos pliegues, y Tomás pasa la uña de su pulgar izquierdo para abrirlo bien. Lo encontró al salir de casa, esta mañana; alguien lo habría pasado por debajo de la puerta. No lo leyó en ese momento porque el despertador no había sonado, y tuvo que prepararse el desayuno él mismo y salir corriendo al trabajo. Clarita y la beba se quedaron durmiendo, les había dado una noche mala la gripe. Está escrito el papel, que ahora abre, con letra de imprenta, amplia y clara, parece la letra de una mujer. Es una fotocopia. ‘Esta cadena proviene de Venezuela –dice el papel, y Tomás piensa qué lejos. Fue escrita por el señor Baldomero Mendoza y tiene que dar la vuelta al mundo. – Tomás piensa una exageración-  Haga usted 24 copias y repártalas entre sus amigos pero por ningún motivo entre sus parientes –mirá vos qué graciosos, piensa Tomás-, por lejanos que sean. Aunque no sea supersticioso –Tomás piensa en el gesto de dar la sal en la mano – los hechos le demostrarán su efectividad. El señor Goiticoa hizo las copias, las envió a sus amigos y a los nueve días recibió 150 mil bolívares. Tomás piensa quién puede tomarse en serio estas tonterías. Un señor llamado Barquilla -¿Barquilla?, piensa Tomás, ¿será casualidad? – tomó en broma esta cadena y su casa sufrió un incendio que destruyó parte de su familia y por ese motivo se volvió loco. Tomás piensa que es suficiente y deja de leer. Que este tipo de bromas pesadas no tienen ninguna gracia. Enojado, hace una lista de las personas que pueden tener este horrendo sentido del humor, de utilizar su propio apellido. A ellos les dedica el acierto del bollo de papel que entra sin tocar los bordes en el canasto de la basura.

compluto

Unos metros más arriba, el único testigo del hecho tejía su nido en el campanario. Abajo, Alcalá permanecía. El caminante palpó el morral para verificar su carga: el cansancio era tanto que había perdido sensibilidad al peso. Todo seguía en su sitio. Miró sus sandalias, que habían aguantado estoicamente el camino, y apenas si supo distinguirlas de sus piernas, el mismo polvo que a su cara y a sus ropajes las cubría, el camino las igualaba. Pensó en el dolor, y sonrió al imaginar que era tanto que bien podrían dolerle también las sandalias.

La fachada de la Universidad se correspondía con la descripción que le había dado el abate, junto con el encargo de entregar al rector el libraco que cargaba, y los manuscritos de una traducción al caldeo, aparentemente importantes. Habían sido tan claras las indicaciones que no había necesitado preguntar. Una plaza seca, muros claros, un dintel alto y cargado y una puerta de doble hoja de roble. Pregunta por el propio rector. Estaba delante. Golpeó a la puerta, que estaba cerrada, pero nadie abrió. Se sentó en un escalón de la entrada, a deshacer el cansancio y decidir su próximo paso, quería entregar su carga cuanto antes. Una moza apareció de la nada. Vestía de manera extraña, y extrañada lo miró mientras se acercaba. Llevaba en la mano una especie de caja, pequeña y lustrosa, que le extendió, junto a una sonrisa.

– Could you please take me a photo?

El caminante la miró, pero no supo responder más que a  la sonrisa.

historia

Europa a punto de estallar, una vez más, al otro lado de la meseta, y los Pirineos como un corral seguro para que la paz no se escape. El ripio del camino marca dos ritmos, uno pizzicato y tenue, el otro profundo y lento. El catedrático recuperado camina orondo y seguro hacia su nuevo despacho; un paso por detrás lo sigue un soldado flaco y en harapos, que carga al hombro un baúl pequeño.

  • ¿De verdad son tan importantes estos papeles, señor doctor? –pregunta el muchacho-, ¿no podríamos descansar un momento?

El gesto del hombre no escucha, y sin embargo un minuto después responde su voz:

  • Demasiadas preguntas haces.
  • Es que no puedo dar un paso más, señor, llevamos más de una hora y media de camino, desde que la gasolina se acabó. Y si estos papeles no son importantes.
  • ¡Importantísimos! –interrumpe el doctor.
  • Pues eso, importantísimos, pero no dejarán de serlo porque descansemos cinco minutos antes de seguir. Si nadie los espera…
  • ¡La Historia los espera, muchacho! ¡Y ánimos, que allí se ve Salamanca!

El soldado acomoda en el hombro con un movimiento su carga que calcula en quintales.

  • ¡Piensa que con tu esfuerzo construyes la verdad, hijo!– se entusiasma el erudito, mientras recoge un puñado de barro y cubre las cuatro barras del escudo del baúl.

El muchacho quiere mirar hacia atrás su esfuerzo. Como huella ve un reguero de sangre.

Distancia 

Bebieron. Uno con la discreción de quien inaugura el alcohol; el otro, con ibérica costumbre, dejó la espuma por debajo de la mitad de la copa. En miradas fugaces se recorrieron las caras, las manos, la diferencia de las vanguardias, la actitud ante el mundo. Se acusaron mutuamente y en silencio de la culpa que cada uno cargaba, si es que hay culpables en estos casos. El más joven, como mínimo una década, terminó primero la cerveza y se apuró a pedir otra. El otro tampoco quiso competir en eso. El primer encuentro de las miradas duró lo que el valor del que, promediando la segunda copa, se creyó obligado a compensar con palabras su derrotado silencio, y dijo una obviedad que se diluyó en los ruidos del bar. Qué habrá visto Silvia en este mierdecilla pensó uno, pedante, pensó el otro; ninguno de los dos tenía la capacidad de entender. El mayor dobló la esquina de la barra mientras se acomodaba los pantalones a la altura de la cintura, apartó un taburete y se sentó al lado del otro con su copa a medio terminar, y pidió otra para el muchacho.

– Salgamos.

fin y principio

Un pie y después el otro. Pasos de cadencia sin avanzar, que hacen subir entre los dedos el jugo dulce de la uva al peso acompasado que cambia de pie. El peso son 54 kilos de promesa, juventud y temblor, y ojos del color de las almendras que no me miran desde hace algunos años, y que ignoran que me acerco de nuevo. Bailan limpios y con la sonrisa y el sol brillando en las pupilas. Llego al borde del tonel y miro pies jugosos y piernas blancas, y rodillas que van atrás y adelante, y originan el baile de su cuerpo y mi imaginación. El camino de regreso termina unos segundos después, cuando ella siente que alguien la mira desde abajo y se encuentra con mi mirada que llega a sus ojos, el exacto punto del regreso. La sonrisa brillante corre a la velocidad de la conciencia perseguida por la sorpresa, la incredulidad, el miedo, el rencor, el perdón. Una nueva sonrisa en contrapicado me recibe, levanta un pie y me lo ofrece:

  • Bienvenido, te esperaba.

El mosto que besé los dioses lo querrían.

Oniro 2

Èl venía con su tranco corto y su aire de mago del futuro; dibujaba líneas imposibles y le flameaba al viento la pelada. Yo estaba ahí, cómo mérito exigüo, lo admito, pero era yo el que estaba, y era yo el que abrió los ojos para mirar al otro también propio, asombrado de azar por la carrera y por el rojo que se le acercaba, cabeza levantada, y la pelota volando por un césped que no era a empujoncitos nomás hasta que un día los ojos de èl y los del otro mío sacaron chispas del entendimiento. Él dijo tuya, el otro yo mía, y yo salí en veloz carrera, la más veloz de todos mis oniros, no cómo otras en las que uno corre pero no avanza y se desespera, no, les juro, esta vez volaba hacia un borroso adelante, área grande, no medialuna un poco hacia un lado. Y vino el pase, llegó de la nada una órbita recta de planeta que dejó a los lados dos dibujos, un 2 y un 6 llamando a Euclides, y yo corría, y el planeta al lado y dos pasos, tres dentro del área, todos los amores se alinearon.

No importa pero es cierto, una figura sin cara pero con algunos nombres (fillol, barisio, zoff, zubzuk y otros) apareció y yo la toqué suave entre el guante y el segundo palo. Ya era gol desde mi pie derecho. Pero no importa, no es del gol el sueño, ni siquiera de estadio y camiseta, sino del pase que como un abrazo me dio el diez cuando jugué de nueve.

La pietá

Si hubiera habido más luz en el comedor, probablemente las palabras habrían llevado la boca y los sentimientos por otros rumbos. Pero ella no habría reparado en el brillo de la hoja alemana Solingen del cuchillo con mango de cuero trenzado que él había traído de uno de sus tantos viajes por el sur grande.

-¿No es peligroso tener en tu casa un arma como esa, para que la quieres?- preguntó ella con europea curiosidad.

-Lo uso para darme corte – respondió él.

Habían cenado tranquilos, relajados, y la ocurrencia fue recibida con una sonrisa condescendiente.

-La cena estuvo exquisita – dijo ella.

-Gracias, la compañía también.

Ella bajo la segunda sonrisa y la mirada hacia el plato, donde unos spaghetti carbonara abandonados a conciencia y no sin cierto esfuerzo, ya no esperaban nada.

– Espero que se repita.

– Por supuesto, me encantará. Música suave, luz tenue y cocinar para vos; que más puede pedir un varón inconformista?

– No lo sé, nunca fui varón, dímelo tú.

– Aún habrá cosas que agradecerle a Dios, al final. No sé, pero creo que no es una cuestión de conformismo, sino de valor para dejar volar la imaginación.

El silencio duró cinco larguísimos segundos, uno tras otro, hasta que el optó por ofrecerle una enorme variedad de tés, algunos de los cuáles no sólo no tenía, sino que probablemente no existieran.

Cada uno desarrollaba su estrategia.

Ella eligió un té inglés -qué alivio, quedaban tres saquitos- y él uno indio, que detestaba, sólo por darle un toque exótico a la sobremesa.

Pero el hervor del agua demora la ceremonia del té un par de minutos más de lo que fueron capaces de soportar, y los besos trajeron los besos, y las manos llegaron a sus destinos, y el sofá recibió encantado las cáscaras de ropa y el amor que se hicieron por primera vez en la historia.

Cuando en el sofá volvió a reinar la calma, ya se habían alborotado los corazones.

Ella le prometió amarlo para siempre, y él le creyó y la amó para siempre.

El le juró amor eterno, y ella calculó cuánto duraría esa eternidad. Le dijo:

– Hacía mucho tiempo que no me sentía así, tan bien. Quiero que no se acabe nunca esta sensación. Eres…me gustas, y estoy hecha un lío. No quiero lastimarte, y tengo mucho miedo de que me lastimes. Tú no sabes lo mal que lo pase, tú no sabes…

El no lo sabía, claro, cómo iba a saberlo. Nunca le hizo preguntas, quién sabe si por falta de oportunidad o por respeto. Siempre había buscado las respuestas que iba necesitando en los entresijos de sus palabras. No lo sabía, pero se lo imaginaba.

– Todos tenemos algo a lo que acostumbrarnos – dijo, y ya no hablaba él, al menos no el que había planeado el camino y cuidado cada detalle de la seducción. Su voz y sus palabras ya eran débiles, ya no tenía el control. En algún momento de la noche había alzado las barreras. Todos sus deseos, que hasta hacía poco tiempo tenían un objetivo único, definido y de dos plazas, se habían dispersado. Deseaba al mismo tiempo consolarla, hacerla feliz, besarla, protegerla; todos sinónimos en tales circunstancias.

Las palabras eran tantas que fueron silencio, que no podían soportar si no era en el beso, que casi nadie sabe, puede ni quiere controlar.

Como las lágrimas, que llegaron más pronto que tarde. Y los sollozos.

Ella:

-Ya no quiero amar a nadie más que a ti.

-No digas esas cosas ahora, no…

-Ya no quiero que nadie más que tú me ame.

-No, no…

La voz de ella sonaba desesperada y femenina como nunca.

-No me abandones jamás, te necesito.

-Pero si no te voy a dejar, che, no seas tonta -dijo él, sorprendido y abrumado a una.

-No, no dejes que nunca muera lo que siento, no soportaría vivir sin amarte.

-Pero si…

El estaba atónito en medio de la desesperación de ella, y no sabía hacer otra cosa que dejarse llevar. La voz de mujer era como una marea doliente que lo privaba de su voluntad.

-No me digas peros. Tú te das cuenta de lo que me has hecho? Ya no existo. Ya sólo soy una parte de ti, de tu persona. Me has quitado la vida. Ya no existo. No existo.

-…

-Y si tú algún día no estuvieras no lo soportaría. No soportaría el frío, ni la soledad, ni la noche, ni la escollera, ni la luna, ni las calles ni los camareros, ni las canciones, ni…

-Mi amor..!- la interrumpió él, iniciando el nuevo placer, que fue breve, intenso y creciente.

El acento del amor y del deseo quiso provocar el punto álgido del placer que ninguno de los dos conocía hasta entonces, y coincidió con la primera presión de los pulgares fuertes en el cuello largo y delicado, e hizo que ella se atragantara con su último estertor.

Los ojos de él rezumaban ternura y piedad, y vieron alivio y gratitud en los de ella, que no dejaron de mirarlo, ni lo harán jamás.

En el bar

Ella estaba sentada en el bar del antiguo edificio de la Via Laietana esquina Jaume I, pero en realidad viajaba por otros edificios y por otros momentos.

El estaba sentado en el mismo bar de Laietana, pero volaba por lugares remotos, y por tiempos que aún no había vivido.

Se miraron un instante y hubo dos sonrisas, apenas.

Ella y él estaban sentados a la misma mesa del bar de Laietana, pero estaban enfrascados en un silencio mutuo. Preferían viajar por edificios y volar por lugares remotos. Sabían que si regresaban se encontrarían con lo que no habían querido ser, sabían que en la mesa de madera habría un silencio denso y una cuenta que pagar. Que la única salida tenía dos caminos. Pero que antes habría dolor, reproches, llanto contenido en el mejor de los casos. Antes habría pasmo, despecho, agravios que sumar a la lista de agravios.

Sabían que si regresaban se encontrarían a un desconocido sentado a su mesa, y con el que tendrían que seguir cargando.

Uno de los dos dijo som-hi y el otro respondió vamos.

-Hace frío – dijo ella antes de salir a la acera.

-Quieres mi bufanda? -preguntó él.

-No – aseguró ella.

El puso con gesto resignado su bufanda de lana gris alrededor del cuello frío de ella, que lo dejó hacer, con gesto resignado.

La mano de él en el hombro ahora gris de ella, y comenzaron a caminar, sin mirarse, hasta el próximo bar.

Infieles difuntos

Aurora se preguntaba si era natural y femenino reaccionar tan fríamente ante una situación como esa. Eran las 02:07 y hacía veintisiete minutos que estaba dentro del coche estacionado frente al edificio del Passeig Maragall hasta donde había llegado siguiendo a Darío y a una mujer que no conocía. Antes había sido el punto de encuentro en un bar del Eixample, y un restaurante árabe cerca del Paral.lel, qué original el muchacho, donde los había espiado y esperado, confiando en que la cita se resolviera secamente. La primera duda sobrevino cuando, al salir del árabe, Darío y la otra se besaron en la penumbra buscada, largamente. Como antes de ella Platón, prefirió dudar de sus sentidos en un principio; pero luego tuvo que pararse a buscar razones y razonamientos para explicar la inequívoca actitud de su hombre, y finalmente ceder ante la evidencia: Darío Vargas, el hombre con quien llevaba compartiendo seis años de su vida, había decidido pasar ahora la frontera.

Se preguntaba Aurora si, cuando pensaba en frontera, era la de la propia libertad, la de la felicidad o la del respeto hacia ella.

Más tarde los dos habían subido a un taxi que los llevó hasta el London Bar, en la calle Nou de la Rambla. Allí la espera no había sido muy larga, diecinueve minutos. Luego otro taxi hasta el edificio donde había sobrevenido la última duda y la certeza horrible, y donde llevaba ya treinta y tres minutos vigilando, ya sin buscar razones.

Consideró algo más que seriamente la posibilidad de entrar al edificio y llamar a la puerta del piso. No había salido nadie durante la espera y el ascensor estaría todavía en la planta del delito. Podría suceder que se encontrara con más de una puerta en la planta; en tal caso tendría un 50, un 66,66 ó un 75 por ciento de posibilidades de despertar a algún vecino intempestivamente y quería, en lo posible, evitar esa situación incómoda.

Después pensó que el vecino eventualmente interrumpido en su sueño sabría comprender al día siguiente, al comparar la nimiedad de su molestia con un acontecimiento que sería la comidilla del barrio durante meses, y del que se habría convertido en testigo privilegiado y , por tanto, en solicitado relator.

Si todo se diera bien, hasta podría llegar a salir en televisión, pero no sólo en la de Barcelona, no; seguramente en TV3 y quizá en una estatal. Bien le valdría a Aurora un pequeño enfado pasajero para recibir luego la larga gratitud del vecino eventualmente interrumpido en su sueño.

Se preguntaba si la violencia fatal sería la mejor solución para esto.

Podría optar también por una actitud digna. Podría entregar a la desconocida, cuando abriera la puerta atándose la cinta del albornoz, una maleta con la ropa de Darío y sin una palabra. No sería toda la ropa, claro, pero sí sería un buen símbolo. Pero no tenía en el coche ni ropa ni maleta, y nada le garantizaba que en el tiempo que tardara en ir a buscarlas, no perdería su oportunidad, o no desaparecerían las pruebas.

Un hombre que pasaba por tercera vez delante del coche con actitud nerviosa, detuvo la mirada por unos segundos en ella, que al fin reparó en él. En esas circunstancias podría haber sentido miedo, pero no le sucedió.

Siguió considerando – la noche barcelonesa estaba propicia, estrellada – y consideró la posibilidad de estropearles la noche haciendo sonar el timbre mientras durara, pero la descartó por pueril, y porque ahora si tendría que molestar a todos los vecinos de la planta. Mucha inversión, poco beneficio.

Esperarlos y dejarse ver cuando salieran, para después negociar, armada para siempre de argumentos, no lo contó; como tampoco torturar al traidor psicológica, lenta, femeninamente, sabía que en esos casos la sonrisa masculina, encantadora de Darío derrotaría sin remedio toda intención artera.

El hombre que deambulaba estaba ahora con las manos apoyadas contra un árbol y la cabeza entre los brazos, y parecía necesitar a alguien. Por un momento, Aurora se olvidó del asunto que la ocupaba, y no pudo resistir el impulso maternal de acercarse al desvalido.

Era un hombre joven, y en otras circunstancias podría llegar a ser atractivo, pensaba; ahora estaba desaliñado y con la expresión desencajada. Se llamaba Mario.

Aurora se acercó, y aunque el hombre se resistió a hablar en un principio, lo tranquilizó, se ganó su confianza, y se quedó helada y sin saber cómo mirarlo cuando le oyó decir, señalando al edificio:

– Es que mi mujer esta ahí dentro con un tío, sabes?

Cuando consiguió salir de su asombro, el arco de sus posibilidades se había ampliado considerablemente.

Ya en el coche, una vez confirmado lo que tenía claro, tomó dos decisiones y puso al tanto a su compañero de los curiosos detalles de la situación y de su todavía no demasiado clara misión a esas horas, en ese sitio, y en ese coche.

– Y ahora que hacemos? – preguntó Mario buscando desesperadamente un rumbo.

– No lo sé -respondió Aurora, ofreciéndoselo – la decisión la debes tomar tu. Pero ten en cuenta que hay cosas que no tienen vuelta atrás, que los cuernos que llevas hoy ya no te los quita nadie. Además , quién sabe cuánto tiempo hace que se entienden? No sabes si son meses,…o años!

La expresión de Mario iba coloreándose.

– Fíjate, pueden llevar años engañándonos, y nosotros aquí, tan tranquilos! Porque aquí las víctimas somos los dos, Mario, tú y yo!

Aurora sabía como manejar la voluntad de un hombre débil.

Y supo contenerse y contener a su compañero cuando, al levantar la vista de su reloj que decía 04:49, la si antes no, ahora pareja, salía del edificio ignorando a sus vigilantes abrazados, felices; y Mario quiso atacar, ciego.

Esta vez no subieron a un taxi, sino a un Citroen AX rojo, matrícula de Barcelona y basta de datos, que había sobrevivido mal estacionado toda la noche, y bajaron por el Passeig Maragall, Sant Antoni María Claret y Marina, hasta el mar.

Aurora y Mario vieron cómo bajaban del coche, cómo se besaban más largamente aún que al salir del árabe, cómo caminaban unidos hasta la escollera del Port Olímpic, mientras el horizonte comenzaba a distinguirse.

Aurora se preguntaba si, si eso era amor, le atañería a ella.

Abrumada ya por el sueño, el cansancio y la impotencia, se preguntó si Darío no habría sido más feliz con un mujer capaz de ejercer el erotismo después del romanticismo, que tan bien conocía.

Vio cómo la pareja caminaba unos metros por la escollera desierta y se sentaba a la orilla, mirando el mar, siempre abrazados.

Vio un trozo de barandilla del puente levadizo algo oxidado caído en el suelo, y se lo señaló a Mario.

Vio cómo los pies del triste, que siguieron caminando, no se oían, y cómo sus manos, tan cansadas que querían acabar con todo de una vez para ir a dormir, golpeaban con el metal ensañado una vez y otra las dos cabezas, que parecían una.

Vio como los cuerpos caían y quedaban inmóviles y superpuestos; irónicamente junto al cartel pintado en el concreto: PER SEGURETAT NO US BANYEU.

Vio al ejecutor llorando sus derrotas y se preguntó si lo que terminaría haciendo con él sería el amor, la venganza, la piedad.

 

La autopista

Esta mañana llego la invitación, firmada por el gobernador en persona. Por fin una vieja reivindicación de la gente de Caleufú, nuestro pueblo, se hace realidad: el próximo lunes inauguraran la autopista por la que tanto luchamos y sufrimos; y al final, vencimos.

Dicen que al acto ira el gobernador, y quizá, el propio presidente. Va a ser un día memorable. Pero bien merecido lo tenemos , fueron casi quince años de lucha. Me acuerdo que fue para el nacimiento de Carmen, la hija de los Ojeda, cuando decidimos comenzar. Sara se había puesto de parto anticipado un día de lluvia, y el camino a General Pico era de barro, y únicamente con el Jeep del club y mucha paciencia y conocimiento de la zona pudimos llegar a tiempo al hospital, donde nació Carmencita. Esa misma noche nos reunimos y decidimos escribir al gobernador, y a los diarios, y a la televisión de General Pico, para pedir que asfaltaran los veintiocho kilómetros de ruta que llevaban a la ciudad.

Los primeros que vinieron fueron los del diario La Voz, y fue su nota la que leyeron los del canal 7 antes de venir también.

Desde el principio se vio que nuestro caso les interesaba, porque mandaron a tres hombres en una furgoneta con el siete de colores pintado en los costados, y al llegar se pusieron a hablar con nosotros, y nos explicaron que Caleufú estaba injustamente postergado, que el gobierno estaba riéndose de nosotros, y que deberíamos exigir la construcción de una autopista para que el pueblo entrara definitivamente en el siglo XXI. Lo cierto es que nos pareció un poco exagerado, pero nos dijeron que desde hacia años existía el proyecto de la autopista Buenos Aires – Mendoza, y que nuestro caso podría servir para reactivar el tema, y así se beneficiaria mucha gente de muchos pueblos olvidados de la provincia. A esta altura, no es necesario decir que aceptamos.

Notas destacando la necesidad de la autopista aparecieron en varios medios locales, pero recién cuando vinieron dos diarios y un canal de Buenos Aires, nos llamo para una reunión un secretario de alguien del gobierno provincial.

El encuentro fue breve pero productivo: expusimos nuestras necesidades, y lo que pensábamos que era la solución, basándonos en los argumentos de los del canal 7; un allegado al señor Secretario del Gobernador nos aseguro convencido que el asunto iría adelante.

Efectivamente, treinta días después se hizo oficial el anuncio del llamado a licitación para construir la autopista Buenos Aires – Mendoza, con una salida – según nos confiaron en la gobernación- en Caleufú, nuestro pueblo.

El ambiente en las calles se transformo del todo. Fuimos obligados a relatar una y otra vez nuestro encuentro con el señor de la gobernación en todos los bares y casas de parientes y amigos. A cada nuevo relato, la historia variaba levemente, y adquiría matices que fueron convirtiendo en heroico un simple encuentro de siete minutos y medio.

Peor la euforia se volvió primero duda y luego desazón cuando al cabo de tres meses las notas sobre la autopista habían desaparecido de los diarios, sin que por eso las cuadrillas de obreros hubieran aparecido por al pueblo.

Las explicaciones del señor Secretario fueron convincentes, un calculo erróneo de los niveles del terreno había obligado a hacer unos cambios y a demorar el inicio de las obras. Mas tarde, una votación de la Cámara de Diputados, determino que la autopista pasaría por Realicó, lo que equivalía a una nueva modificación del trazado inicial.

Después una huelga, y el hallazgo de unas ruinas quichuas, y una expresa petición del gobernador provocaron nuevas e imprevistas curvas y contracurvas.

Nunca nos preocupamos, porque con cada alteración de planes recibíamos puntualmente una nota tranquilizadora del Señor Secretario, asegurándonos que, a pesar de los cambios y demoras, que lamentaba profundamente, la ultima fecha fijada para la inauguración de la autopista no variaba, porque siempre se prevén problemas en la construcción de este tipo de vías, que contribuyen al engrandecimiento de algo. Y debemos reconocer que ha cumplido su palabra. El próximo lunes se inaugurara la autopista y estamos especialmente invitados.

Sin embargo, no vamos a poder ir todos los que queremos, porque desde esta tarde esta lloviendo con mucha fuerza, el camino que nos lleva a General Pico se esta haciendo un barrizal, y en el jeep del club solo podemos ir cuatro personas con paciencia.

 

Episodio

A pesar de los muchos años que llevaba trabajando en el bar, a pesar de la cantidad inmensa de tipos como yo esa noche, deprimidos y angustiados, que había atendido en todos esos años; creo que Aldo, el mozo del bar El Suizo, había reparado en mi y en mi silencio de aquella noche.

Tal vez fuera porque, si bien nunca iba mucho mas allá de un ‘que hacés, gallego!- ‘como andas, pibe?, teníamos una relación fluida.

Acaso reparo en mi y en mi silencio por contraste; contraste con mi habitual locuacidad de las noches del bar o con la especial algarabía que esa noche invadía a los muchachos, quien sabe por que extraña razón.

Lo cierto era que llevaba casi una hora sentado a la mesa de la ventana con mis amigos sin articular palabra. Alegaba un inexistente dolor de cabeza pero, en intima confianza, voy a contarles la causa verdadera.

Iba caminando esa tarde, desprevenido y por la calle Lavalle, distraído con las ridículas carteleras de los cines, cuando algo llamo mi atención. Una mujer, que supongo que era joven y rubia, pero en realidad no estoy seguro y tampoco es importante, paso a mi lado apurada, y con un persistente perfume marcando la calle a su paso.

Recuerdo que en ese momento me llamo la atención el perfume solo por lo penetrante, pero en seguida me di cuenta de la razón. Nunca pude recordar el nombre ni la marca, pero era el perfume que usaba Inés. Era su aroma, y era el aroma del amor perdido.

Me sumergí de golpe en una profundidad brumosa de recuerdos, en un principio leves y luego cada vez mas intensos, mientras seguía caminando por Lavalle, y ya no miraba las estúpidas carteleras de los estúpidos cines.

Desde el momento del tropiezo fragante hasta el habitual encuentro con los muchachos en el café, no había podido salir de aquella triste neblina que me rodeaba. Creo que ni siquiera lo había intentado. Ya no existía mi presente. Todo era imágenes de los días y las noches junto a Inés. Les había dejado el silencio a mis compañeros, al mozo y al bar, y me había ido con la que seguía siendo la mujer de cada momento. Aun seis meses después de separarnos. Podía recordar cada mirada, cada caricia, cada movimiento de su pelo. Su andar entrecortado y siempre orgulloso permanecía en mi memoria con una nitidez francamente alarmante. Sus manos en mi pecho. Su vientre. Mi dicha. Todo se confundía en una niebla intensa, gris, inacabable.

Me di cuenta de que corría el riesgo de dejarme llevar otra vez hacia la tristeza, de que estaba por volver a caer en un nuevo abismo de desesperanza, y trate de regresar.

Me aferré entonces a los síntomas de la realidad que tenía más a mano.

Intenté hacerme creer que lo único que existía en el Universo era ese colectivo noventa y nueve que estaba bajando por Viamonte con su ruido apocalíptico, que lo único concreto y real eran esas ruedas desgastadas por el uso que sonaban contra el asfalto, y que seguramente alguna vez nos habrían llevado a Inés y a mi hacia su casa.

No resultaba.

Fije la mirada en los afiches de la calle Reconquista, exactamente cinco cuadras al sur de donde solíamos madrugar entre palabras cálidas para enfrentar el invierno que pasamos juntos.

No me servia.

Todo tenia algo de ella. El cordón de la vereda con bajada, el árbol seco, la noche abierta. Hasta la gente que pasaba caminando se las arreglaba para recordarme a Inés. Las mujeres con pollera, los niños que una noche quisimos, los abuelos que ya no seriamos juntos.

A unos treinta metros por Viamonte, en la vereda de enfrente, vi a un hombre de mameluco que se acercaba, cargando un vidrio bajo el brazo. Cuando cruzo la calle pude ver con claridad que lo que llevaba no era un vidrio sino un espejo grande, rectangular y sin marco.

Me di cuenta de que nada en aquel hombre me recordaba a Inés, y me extraño. Pero algo en mi se sintió reconfortado, y agradecido hacia aquel extraño que, sin saberlo, había comenzado a vencer a mi melancolía.

Inclusive, sonreí cuando pasaba justamente junto a mi ventana.

Gire la cabeza para reconocer mi sonrisa. Y nos vi.

El espejo no reflejaba la escena de café que estaba sucediendo, con Esteban, Jorge y don Cataldo conversando animados, sino otra.

Desde el espejo, Inés me miraba sonriente, franca como en aquellos días, sentada frente a mi azoramiento reflejado.

Volví bruscamente la cabeza para confirmar la presencia de los muchachos, y volví a girarla para ya no volver a vernos, a Inés y a mi, en el espejo del hombre desconocido que ya había doblado por la calle Reconquista.

En mi sorpresa no atine a nada. No podía creer lo que había visto. Ni siquiera supe ponerme triste.

Pero, aunque nunca mas volví a tener un encuentro parecido, ahora se que en algún lugar de mi ciudad hay un espejo con memoria, con mas memoria que las mujeres, donde puedo volver a encontrarnos, algún día.

 

Víctor y Laura

El día que Víctor conoció a Laura amaneció prometiendo lluvia, al mediodía cumplió su promesa.

A ella la despertó su padre, con un café con leche y con tostadas y con manteca y con mermelada, ritual reservado a muy pocos sábados al año, al que los dos acudían gustosos.

Víctor se despertó solo en su departamento de San Telmo, con la ayuda de un vecino aficionado al bricolaje matutino, y la resaca de una trasnoche de neorrealismo italiano por el cable.

Mirando el cielo a través del doble cristal de su ventana, Laura decidió anular de un plumazo todos sus compromisos del día, excepto el de recibir en casa a Teté y a Marisa, que tenían tantas cosas que contarle. Por culpa de los nubarrones se quedaban sin paddle los chicos del club, sin ir de compras Bego, y sin su septuagésimo novena corbata papá, aunque bien merecida la tuviera. En cualquier momento podía largarse a llover.

Después del café, que acompañó con pizza de ayer, Víctor encendió su primer cigarrillo del día, sin contar los que acompañaron al cine hasta las tres y media. El día destemplado lo ayudó a planear la mañana, con tantas cosas pendientes. Tenía que ordenar las estanterías, devolver a su sitio los libros desperdigados por toda la casa, darles un lugar a los que estaba leyendo – siete a la vez, estaba lejos de su marca de doce, aunque de ella conservaba dos -, limpiar la cocina, ordenar papeles, comprar alguna cosa para disimular el vacío de la heladera.

Juzgó que lo más urgente eran los papeles y la cocina, así que comenzó por los libros. Los había en todos y cada uno de los ambientes de la casa. Aunque su lugar oficial era la estantería del comedor, había libros de Bukowski en la cocina, de Marechal en el recibidor, de Artaud junto a la ventana, de Cela en el baño, y una pila de autores en la habitación, junto a la cama, a la izquierda, en el suelo.

Los de cine eran su debilidad, y los tenía en la mesa ratona del comedor, convocando al hojeo. Tenía libros de fotos, guiones, Historia del Cine Negro, biografías de actores y directores, historias de las productoras, y un libro sobre la Nouvelle Vaugue que no recordaba de quién era, sólo que no era suyo.

Repitió la operación mensual de postergar la organización de su biblioteca por espíritu de los autores para hacerlo al tuntún, separar por temas los papeles para volver a apilarlos luego, y cambiar las sábanas. Esto último le provocaba una sensación de orden como ninguna otra cosa.

Laura almorzó temprano. Comenzó antes de las dos a preparar la casa con la consigna visitas: plato con masitas secas, dulces, té, las fotos del último fin de semana en Las Leñas, con el final reservado para las de Mark, que abrirían la ronda de conversaciones.

El viaje había resultado aburrido, a fin de cuentas; las mismas actividades, la misma nieve, las mismas caras, los mismos nombres, excepto el de Mark. Era americano, de Boston, tenía veinticuatro y unos ojos azules para perderse en ellos. Pero después de un rato se veía que era del mismo molde que los demás americanos. Y hombres. Pero sobre todo americanos. Lo había conocido en las pistas de esquí, llevaba un mono rojo ellesse y se deslizaba en la nieve como si hubiera nacido en ella. Era el centro de las miradas femeninas. En un momento le había dado la impresión de que había reparado en ella, nunca se está del todo segura con esos anteojos para el sol. Le pareció que le sostuvo la mirada, y hasta que le sonrió, pero ella puso cara y miró hacia otro lado. Esa misma noche lo vio en la disco, fue él quien se acercó. La invitó a bailar y a beber. Bailaron y sólo él bebió. Bebió hasta la pesadez. A toda costa la quería llevar a su hotel. Si las cosas se hubieran dado de otra forma, probablemente no le habría dicho que no, pero ya estaba borracho, y no son maneras. Lo dejó plantado en la puerta, al final. Al día siguiente lo buscó en las pistas, y lo encontró al cabo de la mañana, abrazado a una falsa rubia, operada a la legua, con quien, por lo visto, tenía muy avanzadas las negociaciones, y que no lo dejaba ni a sol ni a sombra.

Sólo volvió a hablar con él dos días más tarde, los cinco minutos necesarios para sacarse las fotos y conocer su nombre y su dirección en Boston. Ella le dio su dirección de correo electrónico.

Los únicos elementos que tendría en común la historia con la que contaría a Teté y a Marisa serían el nombre, la altura y los ojos de Mark.

Las cosas se hacen a medias o no se hacen. Parecía ser éste el lema de Víctor, o esa era la imagen que le gustaba dar. Desde joven – y no es que no lo fuera todavía, es decir, lo era, pero todavía – una vis artística corriéndole por el cuerpo, dejándole una inquietud por la espalda y un regusto salado en la boca. Se le mezclaban siempre el concepto artístico con el intelectual, uno terminaba cuando el otro ya había comenzado. Lo cierto es que se había transformado con los años en un verdadero consumidor de cultura. Posters al principio, libros todavía, cine de arte y ensayo – poco -, cine en general, derivados del cine, exposiciones fotográficas, conferencias sobre temas inimaginables, mesas redondas y debates. Siempre terminaba insatisfecho.

Escribió poemas fugaces como mandalas, hizo fotos de sus amigos pero sobre todo de sus amigas, moldeó figuras en cerámica que moldearon sus manos, grabó en vídeo pruebas para una historia que nunca llegó a terminar. Su deseo parecía ser más el de buscar que el de encontrar.

Circunloquios adecuados, excusas perfectas para todas las ocasiones, ordenar su piso en este caso. Se conformó con el mencionado cambio de sábanas, porque era sábado y estaban invitados a una fiesta él y sus vanas esperanzas de llevarse alguien a la cama. La fiesta era de un amigo de la nueva pareja de un compañero de la Universidad, que había insistido para que lo acompañara esa noche. La casa quedaba en San Isidro, al lado del hipódromo, localización que significaba acudir a la zona del enemigo social, de la oligarquía dirigente, pero un compañero es un compañero, y Víctor era de fierro en eso. Se lo planteó como una experiencia vital, como la oportunidad de conocer los hábitos de una clase social de la que sólo le constaba su existencia, y su responsabilidad en el desastre.

Las confidencias de Teté y Marisa no fueron todo lo jugosa que Laura esperaba. Su repaso no incluyó ninguna separación escandalosa, ningún romance oculto, ni prisiones preventivas por evasión de impuestos, esto último moneda corriente. Cuatro flirteos que ya conocía y de los que tenía más datos que sus amigas, no valían el encuentro vespertino. Pero sí las caras que pusieron las convidadas cuando Laura detalló algo más de lo que había planeado su historia de la nieve con Mark. Las fotos provocaron exclamaciones y el relato silencios envidiosos.

A punto de estallar, Marisa propuso ir esa noche a la fiesta de Pocholo, que celebraba su cumpleaños, aprovechando que cumplía años y que sus padres estaban en Europa. Teté ya conocía la propuesta y fue la que indujo a entusiasmarse a Laura, que repasando la realidad de la historia de Mark, no necesitaba inducción ninguna.

La fiesta sería cerca de la casa de Marisa, por lo que eligió la ropa que se pondría esa noche y se fue temprano con sus compañeras de secretos. El dueño de casa no valía gran cosa, según convinieron las tres mientras se vestían juntas en el cuarto amplio, intercambiándose opiniones y ropa. Una amiga de Teté había salido dos o tres veces con él, y había pasado un informe en el que además de aburrido, lo calificaba de francamente poco dotado para los juegos amorosos. El muchacho se puso nervioso cuando menos debía, y ella lo tomó como algo personal y como carta blanca para difamarlo sin piedad. Las malas relaciones de siempre entre Eros y Psique, se cobraron otra víctima. Las tres rieron, pensando para sus adentros que no les importaría curarlo si se diera la oportunidad.

La fiesta estaba en su esplendor cuando llegó Víctor, acompañando a su amigo César, que acompañaba a Verónica, amiga del que cumplía años, y que miraba a Víctor como a un espécimen, no diría interesante, sino raro. En cuanto el invitado transitivo tuvo la mínima oportunidad, los dejó solos, se perdió entre la concurrencia. Instalado en un rincón cercano a donde servían las bebidas interesantes, se dedicó primero a clasificar a todos los que se le ponían a tiro, y luego a observar el avance mutuo y progresivo de los integrantes de una pareja reciente, y el de la pareja sobre el sofá.

Laura, Teté y Marisa llegaron algo después, con el retraso estudiado. Saludaron a cada uno de los invitados que conocían, mirando siempre al siguiente. Una vez reconocido el terreno, las tres se pusieron a bailar, recorriendo el salón con la mirada, tratando de encontrar quien se la devolviera con creces.

La primera que se fijó en Víctor fue Marisa, pero Laura fue quien se lo adjudicó, con un adecuado juego de miradas y sonrisas. Le llamó la atención, destacaba entre todos los chicos de la fiesta, porque era un hombre. Un hombre vivido, un hombre de mundo. Laura se lo imaginaba viajando por África, en medio del desierto, fumando un habano, y comerciando una botella de agua potable con un anciano bereber. Extraña es la imaginación de las mujeres. Deseó que se acercara y le propusiera salir de allí. Ella le demostraría que también era de mundo, que también se interesaba por esas cosas tan extrañas como viajar incómoda por ahí.

Víctor la miraba mirarlo y pensaba que una mujer tan delicada era lo máximo a lo que podía aspirar cualquier hombre mejor que él. La creía inalcanzable, pero la veía deseable. Quiso acercarse todo lo que pudiera a ella, e imaginó, ya olvidado de cómo había llegado allí, lo que Laura buscaría en un hombre. Pensó en elegancia, caballerosidad, educación, costumbres sanas, deportes, lecturas.

Mientras Víctor consideraba su personaje, Laura se cansó de esperar, y decidió tomar la iniciativa. Se acercó al rincón donde estaba el bohemio sin dejar de mirarlo a los ojos, con aire suficiente. Ajustó el personaje que había creado a medida del que no sabía que se llamaba Víctor y, con decisión femenina, inició el diálogo:

– Hola, tenés fuego?

El personaje que acababa de crear Víctor, levemente indignado en su delicadeza, respondió:

– No, no fumo. Y menos en lugares cerrados. Las autoridades sanitarias advierten de que fumar perjudica seriamente la salud. Lo leí por ahí.

-Ah, bueno – fue la azorada respuesta que obtuvo.

Se siguieron mirando un momento en silencio, asombrados primero de lo que dijo cada uno, y enseguida de lo que había dicho cada otro. Sacudieron la mirada compartida, él dijo permiso, ella dijo ugh, y se separaron.

Laura se sirvió un jugo de naranja en la mesa que había junto al ventanal que daba al jardín, Víctor encendió un Le Mans y buscó un cenicero en la cocina. Descartados los personajes, Víctor y Laura salieron a buscar el aire libre, para comenzar a arrepentirse, cada cual por su lado.

 

Duermevela

Eran las siete de la mañana en su casa y en la ciudad. Y él era un hombre normal. A sus cuarenta y tres años, aburrido, desencantado, sin más aspiraciones que llegar a fin de mes trabajando lo menos posible, ir a ver a Vélez los domingos y echar un mal polvo de vez en cuando sin que se enterara su mujer, aunque en el fondo le daba igual. La rutina le estaba ganando por goleada.

Se despertó sin motivo, se levantó por la inercia de meses y años de hacerlo cada día, fue al lavabo sin pensarlo, orinó sin ganas. Su mirada dormida de sueño y cansada de rutina caía pesadamente sobre los grifos de falso bronce, sin saber cuál había hecho girar. Eran las siete de la mañana y a esa hora se le hacía más difícil llevar el peso de su vida igual.

Hizo un esfuerzo sobrehumano, levantó la mirada hacia el espejo. Tal vez lo hizo buscando las lágrimas que confirmaran que seguía vivo. Pero en lugar de lágrimas vio espuma. Una espuma blanca y espesa que se le escapaba de la boca por entre los labios y resbalaba hacia abajo, y que ya le había manchado la barbilla y la camisa del pijama, que era nuevo desde hacía más de nueve años.

  • Miró la espuma saliéndole de la boca, pero no atinó a asustarse. Sabía positivamente que estaba lavándose los dientes.Padre Santiago

Reflexionó un momento en silencio, y luego sentenció:-» Juan Pablo». Lo dijo como un solo nombre. Como si con su voz colocara la piedra fundadora de un destino importante. Como si todos los conocimientos adquiridos en los muchos errores cometidos en los 12828 días que había vivido hasta ese, se justificaran en esas dos palabras.

Había nacido varón. Las mujeres ya lo sabían desde el mes quinto, pero Santiago había preferido preservar su ignorancia. Los que participaban mes a mes del embarazo de Natalia le habían preguntado mil y una veces acerca de sus preferencias, como si fuera él el protagonista del acontecimiento, y siempre mantuvo el gesto de la ecuanimidad, asegurando y reasegurando que no tenía ninguna.

Era verdad, en lo más íntimo de sí, aún buscando cuidadosamente, no había logrado encontrar ninguna preferencia, lo mismo le daba que fuera mujer que varón.

Pero había nacido varón. Y se llamaría Juan Pablo.

Bajó hasta la cafetería del hospital relajado y expansivo. Se habían terminado las preocupaciones, las tensiones, los antojos de Nati, los nervios de Silvina. Todo lo que trajo consigo el embarazo había acabado. Pensó que, en general, lo había hecho bien, había cumplido sus obligaciones y había sabido ocupar su lugar. Pero mientras estrenaba el cortado que el camarero gordo le había traído frío, para ir ganando tiempo, cayó en la cuenta de que ni sus obligaciones, ni su lugar, ni su papel se habían terminado con el parto. Antes bien se habían perpetuado y, tal vez, complicado.

Pero no era ese momento de ponerse a pensar, lo importante era que todo había salido a las mil maravillas, que Nati y el bebé estaban bien, y todos contentos. Haría tiempo un rato en la cafetería con otro cortado, que pediría caliente para que el camarero gordo supiera que había traído frío el primero, mientras se preparaba a recibir el aluvión de dubitativas felicitaciones, y luego subiría a saludar a las felices madres.

2

El 15 de diciembre de 1984 fue viernes y Santiago Castro tenía dieciocho años cuando volvió a su casa con el dedo pulgar de la mano izquierda en alto y sosteniendo una percha con una funda de plástico gris, donde podía leerse Modart.

Era una jugada audaz. Arriesgarse a ser el único que fuera de traje a la fiesta de egresados del quinto año era abiertamente peligroso. Sería terrible sentirse incómodo de imagen otra vez., y aún peor, tener que soportar las estúpidas cargadas dichas o no de sus próximamente ex compañeros de colegio. Había razones para no ponerse traje. Pero la más poderosa de todas era la única razón que tenía para usarlo: Natalia.

Natalia Figueroa se había incorporado a la clase de Santiago ya iniciado el último año, y ocupó el banco que estaba libre, justo delante de él. Todos los días, de lunes a viernes, desde principios de abril hasta noviembre y sin saberlo, Natalia Figueroa fue regalándole las afirmaciones y negaciones de su cuello fino, su perfume y sus peinados, que lo descubrían esbelto o lo cubrían misterioso con deliciosos juegos capilares. Quien sepa hacerlo, podrá leer en el cuello de una mujer todos los rasgos de su persona y su personalidad. El muchacho era, a sus dieciocho años, analfabeto de estos lenguajes, pero su instinto no.

Para Santiago transcurrió de este modo el año más rápidamente, ocupado como estaba en estos deleites. Cuando quiso darse cuenta, ya tenía que dedicar todo su tiempo a equilibrar sus apremiantes notas, sin haber mirado a los ojos de Natalia más de dos veces o tres.

El acercamiento, que tuvo que ser breve, comenzó cuatro días antes, y había que rematarlo durante la fiesta de egresados. El traje podía ser decisivo y era azul.

Azul era también el color predominante en la decoración del salón de la calle Gavilán donde se organizó la fiesta, y el color de los ojos de una chica rubia y de rojo que lo miró apenas Santiago entró en el salón, y que no era Natalia. Buscó con la mirada y con los pasos por todos los rincones del lugar sin encontrarla.

Se sentó a mirar y comentar con Jorge, que solía ser un buen compañero en estos menesteres.

Ya había bajado el nudo de la corbata y la guardia cuando Natalia llegó a la fiesta tarde, hermosa y acompañada de Esther Fernández, del otro quinto, que tenía lo suyo pero no ese cuello. Lo saludó con una sonrisa, cambió cuatro frases afectuosas con el del traje azul, y se sumergió en la masa danzante sin darle tiempo a nada más.

Natalia también iba de azul esa noche, llevaba un vestido que tuvo el mérito de distraer a Santiago de su cuello las pocas veces que lo distinguió entre todos los demás que se contoneaban, y cuando lo vio salir del salón, media hora después de haber llegado, acompañado del mismo rojo de la misma Esther Fernández que la llevaba algo más que abrazada..

Después no volvieron a verse. No se llamaron, no se buscaron, no se encontraron casualmente por la calle, si al fin y al cabo no tenían por qué. El se quedó con la imagen del cuello fino y fragante. Ella casi no tenía una imagen con la que quedarse.

Un par de años más tarde se volvieron a ver, mediante una amiga que ellos ignoraban común, y siete años más adelante habían creado un sentimiento tan fuerte y arraigado, tan claro y cómodo, que creían que nunca iba a menguar. A estas alturas, Santiago no ignoraba ya que los vestidos azul y rojo del fin de curso habían terminado juntos debajo de una cama, igual que sus desposeídas encima.

3

¿Qué lleva a un hombre al volante a perder todo el sentido común que todos alguna vez hemos poseído, y girar en una calle de Buenos Aires sin mirar ni importarle un bledo si alguien la cruza o no? No suele alcanzar luego al casi atropellado un insulto para equilibrar el susto y el enfado. Ni caminar las cinco cuadras que todavía separaban a Santiago del departamento donde Natalia vivía desde hacía tres años con Silvina, su pareja de vida.

Natalia y Silvina se conocieron y se gustaron en una fiesta de ambiente, en casa de un conocido polista, pero no decidieron acostarse juntas hasta más de dos meses después. Fue Silvina la que al fin trasladó sus cosas al departamento de Natalia, sólo cuando ella se lo pidió por segunda vez. Siempre se llevaron bien, se cuidaron, se respetaron. Así lo veía Santiago y, aunque él lo ignorara, otras personas que las conocían.

Lo habían convocado con tal ceremoniosidad, que el pobre hombre dejó por la mitad un momento de tranquilidad y León Felipe para acudir a los llamados de su amiga y su propia y voraz curiosidad. Sólo la incivilidad del taxista lo había distraído de sus pensamientos, y cuando hizo sonar la puerta y sus nudillos, todavía estaba más furioso que curioso.

La furia se desvaneció ante la puesta en escena que encontró más allá del vano de la puerta y del beso de Natalia.

Dos sonrisas y miradas expectantes lo recibieron, una cercana, con la mano derecha todavía alrededor del picaporte; la otra más lejana, sentada en el sofá. Con los dedos de las manos entrelazados y el cuello estirado para mirarlo mejor.

Pidió sólo té, y se dedicó a mirar desconfiado a una excesivamente servicial Silvina, mientras respondía inconsciente al interés de Natalia por sus cosas.

-¿Me estás escuchando, o no te interesa nada de lo que te estoy diciendo?

-¿Por qué me decís eso? – volvió en sí Santiago.

-No, por nada – dijo Natalia –estás mirando a Silvina desde que llegaste. ¿Pasa algo? Mirá que ya está ocupada!

-Nati, por favor, a esta altura del partido! Es que me extraña verla tan solícita. ¿Se siente bien?

-No seas malo, che,- protestó Natalia- si ella es buena, y te quiere.

-¿Están hablando mal de mí? preguntó Silvina, bandeja en mano.

-Es Santi, que le resulta extraño que lo atiendas tan bien.

-¿Por qué? Los amigos de mis amores son mis…amigos,¿no? Tu té.

-Gracias.

-Es que estamos contentas, verdad Na? , porque la semana pasada cumplimos tres años de aguante mutuo.

-¿Tres años, ya?- fingió sorprenderse Santiago, que estaba al tanto del aniversario- Felicitaciones. Parece mentira cómo pasa el tiempo.

-Si, tres años,- intervino Natalia- y es nuestro mejor momento, nos queremos más que nunca; logramos una estabilidad, sabés?, tenemos una casa, bueno, un departamento. Estamos muy bien.

-Si, estamos muy bien -Silvina continuaba con su parte del discurso- Además nos va bien en nuestros trabajos, Natalia está ganando bastante bien, no tenemos problemas. Y nos queremos un montón.

Cuando el triálogo comenzó a parecerse a una confesión a dos voces, Santiago se arrellanó en el sofá y se preparó para lo que viniese. Las mujeres se habían colocado una a cada lado, de manera de no dar lugar a la huida. El hombre solo no podía sino sentir que estaba a punto de perder un partido de tenis de mesa que no jugaba. Pensó que tenía que decir algo.

-Me alegro mucho.

-Si, de verdad –siguió Natalia- En este momento tenemos casi todo lo que queremos.

-Casi –repitió Santiago para dar el pie que se le pedía.

-Si, casi, y vas a ser el primero en saberlo. Este tema lo hablamos mucho con Silvina, y después de dar vueltas y vueltas al asunto hemos decidido que queremos tener un hijo.

Ahí estaba la cuestión, pensó Santiago, y se alegró. Por ser el honrado con la primicia, por la alegría que rezumaban las caras de Silvina y Natalia, y porque iba a ser tío por primera vez. En seguida se le ocurrió que tanta ceremonia sería para pedirle que las ayudara con los papeles de adopción, se suelen pedir referencias y cosas así, y tal vez hasta le pedirían que fuera el padrino de la criatura; eso estaba descontado, haría todo lo que pudiera para que pudieran realizar ese deseo. Y se los hizo saber.

¿De verdad? No saben el alegrón que me dan, en serio.

-Sí – se entusiasmó Silvina – ya pensamos en todo, en las ventajas y los inconvenientes, lo consideramos todo, y queremos tenerlo.

-Estamos seguras de que es lo que necesitamos. Un hijo es algo mágico, dicen. Y queremos pedirte algo, porque necesitamos que nos ayudes.

-Pero, por supuesto, chicas, cuenten conmigo para lo que sea – se agrandó Santiago – referencias, un aval económico, si necesitan, un padrino, si todavía no tienen, lo que sea, Nati.

-No, no es eso, Santi, agradecemos tu disposición, de verdad, pero no creemos que la adopción nos dé lo que estamos buscando. Necesitamos tener nuestro propio hijo.

Las imágenes de la fiesta de egresados, de Esther Fernández, del reencuentro con Santiago, de su propia confesión delante de él, de los paseos largos, de aquella vez que se besaron por probar, todas las imágenes transcurrieron y se mezclaron en el larguísimo segundo durante el cual tomó aire profundamente para decir con la voz más firme que supo entonar:

-Queremos que seas el padre.

 

4

Tres días de silencio casi absoluto. Tres días hablando menos de lo imprescindible, tanto que los que más lo veían y lo querían estaban comenzando a preocuparse. Setenta y dos horas de dormir poco y mal, y de considerar, siempre considerar, de pasar por toda las posibilidades de los sentimientos: desorientación, compasión, felicidad, impotencia, enfado, orgullo, gratitud, justicia, admiración, pavor. La solicitud era perentoria, así que tenía que decidir pronto y, sobre todo tenía que decidir bien.

Ante una visión repentina, tuvo una repentina reacción. La primera fue la de un hombre muy viejecito, muy vivido, en el Parque Lezama, sentado solo, y contándole uno de sus probablemente muchos viajes al resto del banco en el que estaba sentado. Habrá sido como mirarse en un espejo con conciencia de tiempo. La segunda fue buscar un teléfono y marcar el número de Natalia en un solo impulso, aunque sin saber en realidad qué iba a decirle.

El contestador aplazó su decisión brevemente. Se limitó entonces a anunciar secamente que pasaría por el departamento esa misma noche.

En su casa se afeitó los tres días de barba y de descuido; limpio y fresco esperó en silencio la hora de salir, mirando sin ver en el televisor un programa cualquiera al que tampoco le importaba él.

5

En el departamento de Natalia encontró la misma expectación que unas semanas atrás, pero con una diferencia, era él quien ahora debía hablar. Tenía decidido qué iba a decir, pero todavía no cómo; la suya no había sido una decisión razonada. Creía que las palabras iban a ir tomando el significado de lo que decía, y que a medida que aparecieran, irían convocando a sus congéneres.

El cuadro era similar, sólo que esta vez fue Silvina quien lo recibió, y parecía la más ansiosa. Natalia estaba en el mueble bar, preparando el aperitivo de memoria..

Entró obnubilado, tomó el gin tonic que le alcanzó Natalia, y fue caminando hasta un rincón neutral, sin alzar la mirada del suelo. Dejó claro que no escuchaba ni la bienvenida ni el diálogo que le proponían sus anfitrionas cuando dijo sin respirar:

-Yo elijo el día de la donación, porque se me hace difícil, y me tengo que concentrar. No voy a responder a nadie de mis gastos con el bebé, sean pocos o muchos; lo voy a ver siempre que quiera; no voy a ser tío Santiago ni nada parecido, Santiago; en religión deciden ustedes, pero va a ser de Racing; voy a tener influencia directa en su formación musical y literaria; y cuando tenga la edad adecuada, nos sentamos los cuatro y le explicamos cómo es la cosa. Si es mujer, el asunto es de ustedes; si es varón el nombre lo elijo yo.

Lo dijo todo de corrido, casi sin pensar, con miedo de que si algo interrumpía su carrera por las palabras, nunca más podría volver a iniciarla.

Apuró el vaso hasta besar a medias el hielo, lo dejó en el suelo, junto a una maceta que albergaba un nuevo helecho, y salió más rápido que apurado, por donde entró.

El aire fresco de la calle lo sacó de su tenso letargo y se sintió pleno, dueño de sus actos y de su futuro, aún ignorando que adentro, en el departamento que acababa de dejar, las mujeres ya eran un abrazo silencioso y maravillado.

Objetos inanimados

El reloj llegó a casa en la cartera de mamá. Ella suele tener momentos de voluntad flaca, y comprar las cosas más inútiles que se le cruzan, por el único gusto de comprar la belleza. Candelabros, centros de mesa, radios con formas extrañas (que eran claramente su debilidad ), saxofonistas negros de cerámica, el reloj despertador.

– Belleza objetiva – dice ella, como una justificación del todo innecesaria – porque son objetos lindos.

Si no encontró resistencia en incorporar el aparato a la cotidianeidad familiar, fue por dos razones. Con la primera habría bastado: era mamá. La segunda era que el reloj era francamente bonito, y supo ganarse las voluntades. De un material plástico rugoso y duro, de color naranja pálido, con la esfera blanca, agujas negras y números arábigos. Aun teniendo en cuenta lo ingrato de su función, resultaba agradable de ver.

La clara destinataria fui yo; llevaba una semana llegando tarde al colegio, desde que papá había se había tomado los ocho días de vacaciones que le debían. Es él quien se encarga de despertarme, y aprovechaba para esos días para dormir hasta tarde.

La primera mañana que me dejaron el viejo despertador no sonó, o no lo sentí, y me despertó a las diez y veinte de la mañana la expresión de mamá, asustada de verme en la cama a esa hora, pero condescendiente cuando le expliqué mis razones horarias para faltar. Las demás veces, debo admitir, apagué el despertador a conciencia y seguí durmiendo, o despierta en mi cama, sin por eso experimentar ningún sentimiento de culpa.

¡Qué lindas son las mañanas! Acostumbrada a pasarlas todas encerrada en el aula, me había olvidado de lo luminosas que eran, del sol en las hojas de los árboles, del aire limpio, del día joven. Sentí como si fuera rica esa primera mañana, única dueña de mi tiempo y mis acciones, libre. Una sensación tan plena, que tuve la necesidad de repetirla al día siguiente. Los argumentos, las excusas, fueron cambiando para cada día, no voy a aburrirlos con detalles; sólo diré que a base de ingenio y rigor facial me fui procurando una semana de vacaciones extra en pleno junio. Aunque el invierno ya estaba declarado, el sol de las mañanas permitió mis excursiones por la ciudad. Los lagos de Palermo, el centro, Villa del Parque, mi barrio, todo se veía distinto pintado del primer sol del día. Pero todo lo bueno acaba pronto.

El viernes al mediodía, mi madre – que ya había cambiado su condescendencia por enojo- llegó a casa y, como premio a mi aplicación, me regaló el despertador. Confieso que recién entendí su intención hacia las siete de la tarde, es triste pero es así.

De manera que el domingo por la noche puse el nuevo despertador para que sonara a las seis y diez de la mañana.

Eran las cuatro y veinte y el despertador sonó, interrumpiendo un sueño hermoso que tenía. Estaba soñando que un actor de Hollywood me perseguía, me quería besar, y yo que no y que no, aunque me moría de ganas. Así transcurrió el sueño, él que sí, yo que no, hasta que me alcanzó y yo me dejé agarrar. En el momento en que nuestras bocas iban a juntarse, el despertador me despertó con su escándalo. Lo apagué asustada, y cuando comprobé la hora quise seguir durmiendo rápido, para ver si alcanzaba a Brad, pero fue inútil. Volví a dormirme, pero no volví al sueño. A las seis y diez, su hora, el reloj volvió a sonar.

El martes, antes de acostarme, comprobé que la hora fuera la correcta y que la alarma estuviera bien programada. Las dos estaban bien, pero el reloj sonó tres horas después, interrumpiendo en el principio un sueño que prometía ser muy erótico, y en el que participaba Juanjo, un compañero de clase que está muy bien. Maldije al aparato, pero ya no volví a dormir.

A la mañana le dije a mi madre que el despertador no funcionaba, pero mi credibilidad estaba cotizando muy bajo, a causa de las vacaciones extra de la semana anterior.

La noche siguiente tuve una pesadilla. El despertador no me salvó, esta vez se limitó a su horario programado. Recuerdo que pensé – hoy que te necesito, no sonás, boludo – cuando me desperté sobresaltada, apenas cinco minutos antes de la hora programada. El perjuicio me correspondía cada noche y exclusivamente a mí, de manera que nadie me podía clasificar como paranoica si empezaba a sospechar que había algo oculto en todo ese asunto.

Aumentó mi sospecha cuando el desgraciado interrumpió una siesta onírica con un conocido actor nacional y una noche con un rockero. Qué quieren que les diga, será la edad.

No podía dejar de pensar qué oscuras intenciones podía tener un simple despertador para impedirme concretar la única expresión de sexualidad que tengo a mis quince puros a mi pesar años. Busqué coincidencias, asocié datos, fui descartando posibilidades. Hasta que, en un momento de lucidez, pensé que lo más complicado suele ser lo más sencillo, y que no miramos lo que vemos cada día. Son frases que aprendí en el colegio. En ese momento tuve la casi certeza de que podía explicar la actitud digamos inhumana del bendito reloj.

El sábado por la noche era el momento de salir de dudas, de confirmar mis sospechas. Antes de ir a dormir, bajé el botón de la alarma del reloj, y lo dejé desactivado. Giré la aguja de programarla hasta el mediodía, y me acosté, tapada hasta la nariz.

Tal y como pensaba, el reloj, ignorando todas mis indicaciones y mi voluntad, sonó a las siete y cuarto de la mañana.

A la hora de la siesta, me acerqué a mi madre y le pregunté:

– Mami, dónde compraste el despertador que me regalaste?

– Ahí, en el quiosco de todo de Vicente, al lado de la parroquia. ¿Por qué me lo preguntás, nena?

– No, por nada, por nada, má.- dije, pero en silencio pensé:

– Ósmosis.

 

Cuento para iniciar los cuentos

O   los cuentacuentos invaden la ciudad

el viento que sopló no era el de siempre

llegó con el perfume de los héroes

el otoño supo abrir las ventanas

y las hogueras de entibiar las almas

en una calle se montó el escenario

en la mesa de un bar, y en los patios,

y en una radio, y a la sombra de un olmo

y a la orilla del mar, y de nosotros.

los chicos se acercaron los primeros,

los que lo son y los que no dejan de serlo.

se pudo ver corriendo las aceras

personajes, bigotes y galeras

y gorras, y pañuelos amarillos

y un cuatro con bufanda y sin bolsillos,

y un viejito muy sabio que decía

-‘la verdad se viste de mentira’

¡vengan todos! -gritaba un bombero-

¡no se pierdan el tren de los recuerdos!

¡el tren de los recuerdos que nos faltan

y que nos pintaremos con palabras!

si se suben al tren les garantizo

un paisaje, un cielo y un hechizo

les prometo un libro lenguaraz

y un reloj que camina para atrás

un ángel nadador, un pretendiente

dispuesto a enamorarte para siempre,

y un sueño que aún no hemos soñado

y que haremos realidad con nuestras manos

nadie quiso quedarse sin su cuento

y empezaron a mirarse hacia adentro

el tren llegó a las buenas estaciones

y bajaron de todos los vagones

los que hacen las historias del lugar

y los que las venían a contar

¡toda una multitud de ojos abiertos

con la razón y el corazón despiertos!

un policía gritó por molestar

¡los cuentacuentos tomaron la ciudad!

pero nadie creyó que hicieran falta

los que tienen miedo en voz alta.

ya está el silencio, la luz, el buen modo

estás vos (tú), estoy yo, estamos todos

y los que bajaron de este tren

se sientan a escuchar, y yo también.