El carnaval ya pasó, con sus petardos y sus bombitas de colores, pero no para todos. Mientras la mayoría de la humanidad nada en el barro para avanzar un día más con la esperanza de superar la pandemia sin demasiado perjuicio, la casta política vive su fiesta cotidiana. Apartados de la realidad de la mayoría, ciegos a la angustia que habita las calles, las casas y las escuelas, los políticos viven sus vidas de privilegio de casta. Están convencidos de que ocupan ese lugar por un designio casi divino; los votos que vienen con regularidad solo deciden qué lugar en el entramado del poder ocupan. Ficcionan sentimientos y peleas, inventan enemigos, fingen convicciones. Viven desconectados de la realidad en la que vivimos nosotros. Enfrentan a la población entre sí con consignas vacías, que la población parece dispuesta a creerse, siempre tienen lugar para un acuerdo cuando el tema conviene a sus intereses. Se han construido otro mundo, diferente al nuestro y que se desarrolla en los mismos lugares a veces, pero que está tan lejano como una galaxia o como el pasado. Forman una nueva aristocracia del voto, cambian de sillón pero siempre son los mismos, tal vez porque cuentan con una hueste de lacayos, a sueldo o no, que los defienden en todo momento y ante cualquier cuestionamiento. Hacen su show cotidiano en radio, televisión y en la prensa, siempre tienen un foco y un micrófono disponible para ellos. Mientras nosotros, los demás, la gente, miramos entre atónitos y enrabiados. Consumimos horas de su imagen de príncipes cafiolos, de sus declaraciones que a veces no resisten el tamiz del sentido común, de su desparpajo de clase. Los vemos reírse y tomar decisiones que efectivamente cambian nuestras vidas para peor, y las suyas para mejor. Comparamos los trenes de vida, las casas, las costumbres, y no nos queda más camino que la depresión o el avión. Pero ha llegado un punto de desconexión tal entre la casta política y la gente, una desviación tan grande en los niveles de vida de esos dos estamentos de la sociedad que estamos cerca, vaticino sin vergüenza, de que algo cambie. Recibimos demasiados palos, pagamos demasiadas facturas, sufrimos demasiadas injusticias, y todo ser humano tiene un limite. La película Relatos salvajes lo resumía muy bien en la historia de Bombita Simon, un ingeniero que, presionado por una serie de circunstancias adversas -divorcio, incomunicación, desempleo- conoce su limite cuando la grúa le lleva injustamente el auto. Conocerá la mayoría el final, y a los que no lo conocen les recomiendo que utilicen una hora y media de sus vidas en ver casi todos los relatos, en especial los de Bombita y La propuesta. Sin desvelar detalles para estos últimos, el personaje encarnado por Ricardo Darin cede a la necesidad de descargar toda la agresividad recibida mediante la violencia. Y me pregunto en qué punto estaremos como sociedad de soportar miserias impuestas por la casta política, si ya nos despidieron, nos aislaron, nos metieron, nos burlaron, nos hambrearon, nos separaron, nos incomunicaron. Cuán cerca estará la reacción de la gente, si no legal, legítima; si no deseable, natural. Sospecho que no le queda mucha cuerda a la paciencia.
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